Necrológicas
El Asesino
La cerradura estaba en reposo, invisible para el mundo. Nadie nota una cerradura, a menos que se quiera mirar para adentro o esté cerrada. Ahí estaba, inmóvil, esperando que alguien apoyara el ojo y viera en el otro mundo, cuando se estremeció, agitada, por la violencia con la que fue metida la llave.
Giró, una y otra vez, hasta que al fin la puerta cedió y entró corriendo. El empujón la hizo sonar violentamente y la cerradura se estremeció. No había tiempo para perder, estaba sobre sus talones.
La pistola.
Corrió hacia la pieza: en su dormitorio, en la mesita de luz, estaba la pistola. No se iba a dejar agarrar. Abrió el cajón de arriba. Ninguna pistola. Lo revoleó contra la pared y el cajón se desarmó ruidosamente. El de abajo, una biblia y un paquete de cigarrillos que se guardó apresuradamente en el bolsillo, ninguna pistola. Miró al armario y en seguida, hacia la puerta de la habitación. No se decidía a moverse y sabía que el tiempo se le estaba escurriendo como la arena entre las manos. Intentó un movimiento hacia el armario pero se detuvo al mirar la puerta. “¡La puta madre!” gritó con bronca mientras se quedaba inmóvil a medio camino.
Volvió sobre el cajón, sabía que no había nada pero la sensación de tener una cama entre ellos y la posición, le daba más seguridad. Jadeaba. Al darse cuenta lo estúpido que se veía, se levantó de un salto y pateó la mesita de luz, partiendo el último cajón en dos. Saltó por sobre la cama y cayó parado frente al armario. Sus pulmones repartían el aire entre la respiración agitada y una salmodia ininterrumpida de insultos, en cualquier momento colapsaría. Pero ésto se tenía que terminar. El armario abrió sus fauces y le escupió todo su aliento a naftalina encima. La percha, como la campanilla de esa boca desdentada de ropa, se movía de un lado al otro riéndose. Se le escapó una puteada al mismo momento en el que se le asomaba una lágrima. Se metió adentro, revolvió entre los papeles desordenados que había sobre el piso del armario, abrió los dos cajones del interior, tiró al piso las cosas que había en los estantes de arriba. ¡Mierda! Ninguna pistola.
-Tranquilo, tranquilo...- decía mientras trataba de ordenar la actividad de sus pulmones, dificultada por la naftalina -tranquilo... respirá...- y se iban encadenando en su mente, los hechos que lo llevaron hasta esa situación: el fraude, el engaño, la mentira; la traición en una palabra. Y se había metido con el tipo equivocado. Es verdad, pero uno no siempre lo sabe, uno nunca conoce a la gente lo suficiente. ¿¡Cómo iba a saber que era su esposa?! ¡¿Y cómo, por el amor de Dios, cómo iba a saber que el desquiciado la iba a matar?! En fin, uno nunca termina de conocer a la gente. La verdad, nunca se imaginó que el tipo fuera un desquiciado, un psicótico, un homicida; y mucho menos que estuviese tras de sí.
Un cuchillo.
Corrió hacia la cocina. El departamento no era muy grande, sin embargo esos pocos metros se le estiraron de sobremanera frente a la puerta de entrada. Estaba tardando mucho en llegar, de hecho ya tendría que estar ahí. Pero no, y soltó un suspiro cuando al pasar no lo vio. La cocina. Abrió todos los cajones sin encontrar nada más grande que un puto tramontina. Abrió el horno como si ahí pudiese esconder algún arma secreta e infalible contra locos homicidas y se dio cuenta de que la cabeza no le estaba funcionando bien. Cerró la puerta del horno con un estruendo que fue más alto que el volumen de su puteada. Si quería salir de esto, tendría que recomponerse. Buscó en los cajones de atrás suyo. Revolvió todos pero nada serviría como arma contra ese asesino psicópata que venía a matarlo. No quedaba otra: se escondió un tramontina en la manga.
La puerta.
Atravesó el living cuando por el rabillo del ojo vio una sombra. El cuerpo todo reaccionó contrayendo los músculos apropiados para que el salto lo alejara perfectamente de aquella imagen aunque sin poder calcular la caída, su cuerpo flacucho fue a dar contra el sillón, al que pasó por arriba, cayendo de nariz contra el piso. Estaba paralizado. Su respiración se entrecortaba cada vez más. Las manos le sudaban y el cerebro no atinaba a dar una orden coherente. No sabría decir cuánto tiempo estuvo ahí tendido boca abajo sobre sus codos, esperando que la acción empezara más allá de que el tiempo pasaba con una velocidad increíble. Se puso las bolas en su lugar y se levantó poniéndole el pecho a la muerte. Pero en vez de la muerte se encontró con un espejo. “Hubiera jurado que estaba ahí, dentro o fuera del espejo, ya no me importa -y de verdad no le importaba-, pero ahí”. Lo que más le había molestado desde el principio era esa falta de asidero que habían tenido las cosas: era como si le hubieran pasado por encima. Nunca tuvo una real percepción de los hechos hasta que no los tuvo encima; y eso que él era un tipo precavido y planificador. Miró a su alrededor con los ojos desencajados, el comedor en desorden pero sin ninguna amenaza, las cosas estaban en su lugar. O al menos así lo podía ver él. La puerta.
Aunque parecía cerrada, corrió hacia ella desesperadamente pero se frenó en seco al escuchar el chasquido de la corredera y sin poder mantener el equilibrio, se fue de ñata al piso. Ahí empezó a llorar.
-No lo entiendo- dijo el asesino sosteniendo el arma. El otro estaba tendido en el piso, sollozando- Ahora te da por llorar. Hasta hace poco eras el gran machote: te cogías a mi mujer, hundías el negocio que teníamos juntos y me entregabas para que me colgaran de las bolas; y ahora te da por llorar...-
La única respuesta fue el sollozar pueril de un hombre maduro. Ningún cuadro podría dar más lástima que ver mordiendo el polvo a los que, antes, en bienaventuranza, nos miraron desde arriba, impertérritos de su suerte, y ahora gimen con la misma pasión con cuanta indiferencia nos trataron antes.
-Pensar que confiaba en vos- su voz sonaba acerada, fría y con un dejo de asco.
Mientras el otro suflaba los mocos en la alfombra, éste se acercaba caminando con parsimonia. Sabía que la situación estaba en sus manos.
-No quise...- la barbilla le temblaba y las palabras salían entrecortadas -no sabía que...- el culatazo partió su mejilla, interrumpiendo la disculpa por demás inútil. El impacto del golpe lo aplastó de nuevo contra el piso para que su mano lo levantara con una fuerza increíble por sobre el sillón y contra la mesita ratona que saltó en esquirlas. Los vidrios se le incrustaron en todo el cuerpo; se sentía como cuando se te duerme una pierna y algún gracioso te pega palmadas. Las astillas de madera, por millones clavadas en sus hijares, hacen que el esfuerzo se centre en respirar y contenga la puteada que le queda a flor de labios.
Rodeó el sillón de tres cuerpos, manchado, ya, con sangre y se sentó, frente a ese, en uno de un cuerpo cubierto con una tela color maíz. Se movía con tranquilidad. Ya lo había meditado lo suficiente y matarlo involucraba un precio desmesurado. Ya lo había meditado lo suficiente. Desde ese mullido lugar, ahora lo veía arrastrarse escupiendo vidrios ensangrentados. Aunque con dolor, le complacía verlo así. Pero la sonrisa se le borró antes de aparecerle en los labios al pensar porqué había llegado a decidirlo.
Se enteró por esos detalles que sólo un esposo amante y compañero puede percibir: una mala excusa en un comentario que nadie pidió y no venía al caso, un tono de rush que nunca usó, perfumes y canturreos matinales y sexo más seguido, aunque cueste creerlo. Se enteró por eso o por haberlos encontrado en su propia cama, jadeantes uno sobre el otro, tirando la casa abajo; para el caso es lo mismo. Se frenó en la puerta y se quedó hasta que con un grito agudo y ronco, ella bajó las piernas. Cerró los ojos y respiró profundamente. Bajó la escalera con clama y salió dejando la puerta de calle abierta. Su mente estaba suspendida, en blanco.
Esperó a que él se fuera y volvió a entrar con tranquilidad. Subió la escalera, ella estaba en la ducha, limpiando la escena del crimen. Agarró la pistola del cajón de la mesita y se sentó en la cama. No lloraba. El reflejo plateado y frío de la pistola lo tranquilizaba, como quien ve la luz de un faro en la tormenta. La muy puta cantaba. Abrió la puerta con delicadeza y la vio a través de la cortina: se estaba enjuagando la cabeza. Apuntó y disparó. La envolvió en el protector de la cortina y la sacó al jardín. No necesitaría un pozo muy profundo, esto terminaría pronto.
Tal vez si no se hubiera percatado del fraude, lo habría tomado de otra forma. Su socio, ese que ahora estaba boca arriba con la cara ensangrentada y jadeando, era un mujeriego perdido. Nunca le habría molestado eso. Pero cruzó el límite: primero endeudarse hasta el picaporte; después, lo de su esposa. Había tomado casos muy delicados sin haberles dedicado el tiempo o la atención necesarios. Representar a uno de los barrabravas más pesados de la escena futbolística traería sus consecuencias si perdían. Y perdieron. Y por su afición a las mujeres. De casualidad, por un llamado del banco, cayó en la cuenta de que lo había estado engañando y que ahora debía más de lo que podría haber juntado en tres vidas; y con esta gente no se jode. El apriete ese que lo tuvo unos cuantos días en cama, fue la mejor prueba de ello. Y todo porque se los confundieron, como siempre: ¡dos gotas de agua dijeron!¡Matones ciegos e inútiles, si eran tan distintos como el día y la noche! En fin, siempre hay una gota, no importa cuantas caigan, que rompe el equilibrio.
-¿A dónde querés llegar?- dijo desde el sillón doblando la cintura, reclinándose hacia adelante- Ya no tenés a donde ir.- y abrió los ojos más que de costumbre, frunciendo la boca, mirando a la nada. Mientras el otro se debatía entre coágulos y dientes sobre lo que ahora parecía más una pintura surrealista que una alfombra, éste se le acercó hasta ponerse en cuclillas a su lado. Se miró en el espejo y sonrió para él-¿Te pensaste que no me iba a dar cuenta? ¿Que iba a quedarme mirando mientras la cagabas? ¡¿A lo único que me importó en la vida?! Me tenías cansado, él, el gran Don Juan... es increíble que no te diera vergüenza: usando a esas chicas, prostituyéndolas. Para nada. Las engañabas para nada. ¿Para que puedas verte al espejo como el gran semental!?... mirate ahora, estúpido. Harto estaba ya de verte, siempre igual. Harto estaba ya de escuchar tus historias- la escupida llena de flema y asco, se le pegó en la cara.- Pero con ella...ella- no podía encontrar las palabras. Quería hacer esto calmado y el fuego que le ardía en el vientre, empezaba a impedírselo.- Las primeras veces, creí que podría soportarlo y sentado en el auto me decía que no podía ser, que duraría poco. Pero te engolosinaste.- El otro quiso hablar, había empezado a recomponerse, pero un nuevo puñetazo lo hizo callar.- Te encantaba. Pero me asqueaba ver cómo la convertías en esas trolas que tanto te gustan, cómo la convertías en un pedazo de carne. Me daba rabia ver como la habías ensuciado. Fue mucho para mí: demasiado tiempo verte haciéndonos mal.
Se dio vuelta lentamente para volver al sillón, y el otro con un movimiento rápido de su brazo, le clavó el cuchillo en la pantorrilla.
La sorpresa dejó escapar un tiro y gritando cayó de rodillas. El otro, desesperado, arrancó el cuchillo de la pierna y se le echó encima. Forcejearon. Sonó otro tiro y el espejo veía al cuchillo subir y bajar sobre los dos cuerpos. Se separaron, respirando agitados. La sangre teñía la alfombra, la pistola había quedado a un costado. A pesar de la pantorrilla y de las heridas en la espalda, logró arrastrarse hasta la pared, frente al espejo. Se miró. Lo miró al otro, casi muerto boca arriba, casi igual que él. Su respiración era arrítmica y se agarraba la ingle con fuerza tratando de impedir que la vida se le fuera con la sangre. Podía ver su cara, así, de frente y tras sacar con dificultad un cigarrillo y prenderlo, se quedó un buen rato mirándolo, y al espejo. Esto debía terminar. Miró profundamente sus ojos, apoyó el caño de la pistola en su sien y disparó.
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