sábado, 2 de agosto de 2008

Cuento

Necrológicas

El viejo

El sol invernal entra por la persiana abierta, cálido. El polvo flota como los recuerdos, suave y acompasado. La habitación no es chica, tampoco grande: es lo que debe ser para un viejo como vos, una casa de una pieza, un sótano en la casa de tus hijos, tal vez testigo de lo que les diste. Acá estamos los dos, separados por una mesa redonda y vieja, en silencio. Me mirás como si no me conocieras, pero de a poco te vas dando cuenta de quien soy, y mi sonrisa es como una foto que te hace hurgar en esa memoria dispareja; y me reconocés. Inclino la cabeza en ese gesto de saludo tan campestre y conocido; y a vos te toca sonreir esta vez. Empieza la conversación con el temblequeo de tu mandíbula. Que no te sorprendas de verme me tranquiliza, y que me reconozcas me alegra, porque significa que estás preparado para charlar un rato, preparado para hacer ese viaje tan largo en una charla, esperando a que ella venga. Ya tus piernas no dan como para hacerlo verdaderamente, de cara a la aventura como antes.
Entonces empezamos por el Chaco, por la vez que te escondiste a mascar tabaco con tus hermanos. ¿Cuántos eran? ¿once, no? Sí, once; pero la memoria no te alcanza para nombrarlos a todos en orden y los vas poniendo arriba de la mesa desordenados como si fueran esas cartas grasientas con las que juntabas escoba: Jaime, Moisés, Jacobo, Saúl, Abraham, la laguna y el golpe de los dedos en la mesa con los ojos hacia adentro, jugueteando con el bastón de fierro burdo y gris, buscándolos…Jaime, Abraham, Saúl, Jacobo, Benjamín -ahí llegó otro-, Raquel, Julio, Salomón, Sara, Aarón y Miguel. Ahí están todos. Y tu papá, el rabino; ¡qué severo que era! ¡Cómo me curtió a lonjazos el día que te quedaste con el vuelto de las pieles! Era bravo papá, era bravo. Te quedás callado, pensando, saboreando cada golpe ya indoloro. Lo mismo que la caída de aquel potro diabólico que te revolcó por todos los pastizales la chacra. Sí, nos reímos unos cuantos días. ¿Y cuando nos íbamos a cazar al monte? Yo me quedaba comiendo sandías mientras ustedes gastaban perdigones en cualquier cosa, y me guardaba las semillas de las más dulces para plantarlas en casa. ¿Estás cansado, no? Tengo que ir al baño, nada más. Tu cintura se contrae rítmicamente, como un reloj al que se le acaba la cuerda, pareces no notarlo y no hace falta decirlo. Seguimos por tu época de colectivero que, y es extraño, hasta ahí llega la memoria nítida. De la vez que llevaste a Libertad Lamarque, de Rosario hasta Córdoba, qué recorrido interminable: trescientos kilómetros entrando en cada pueblito… O la vez que le peleaste y, al fin, le sacaste al turco el uniforme de los choferes cuando él te quería dar guardapolvos; ¡ni que fueran pintores!
Y después pasan rápido los chicos, la fábrica de lavandina, la tarde, Dorita, la venida a la capital, enviudar, el negocio de las bolsitas, Clara, los nietos, la separación, los bisnietos, el retiro, y esto: este cuarto en el que la vida pasa a oscuras y los recuerdos flotan como el polvo. Y ella que está atrás tuyo; sí, ya llegó. Te tranquilizás al verla, te alegrás al reconocerla. Primero me voy yo. No, no hacen falta, están de más; nos vemos. Después, de la mano, te vas con ella y parecés un chico: preguntandole por Julio, Abraham, Jacobo, Dorita, por todos. Ella que te sonríe, muda, pero ni la ves.
Y se queda, solo y frío el bastón entre tus piernas.

1 comentarios:

SilviaS. dijo...

Qué lindo cuento (pero no es "lindo", claro). Un verdadero gusto esa melancolía.