El Pozo
No sé cómo dieron conmigo. Tengo el cuerpo dolorido: es como si pudieran aprovechar cada centímetro, cada poro, para inflingirte dolor. Y hacen su trabajo con una maestría tan sutil que parece que le dedicaron la vida a esto. Pero tengo que ser fuerte, no me van a poder quebrar, no voy a traer a otro acá. Ya bastante con que te hayan traído a vos por mi culpa.
Estoy en el pozo. La luz misma entra inmunda ensuciando lo que se le pone a su alcance: las paredes y yo, lo único que hay en este agujero. No sé cómo dieron conmigo.
Escucho los pasos en la puerta y espío por las rendijas, tus pies se mueven cadenciosos y resignados. Y murmurarte tranquilidad me cuesta una costilla que se quiebra bajo el bastón del mismo que manejaba el auto que nos trajo hasta acá; pero, como si no me escucharas, seguís caminando hacia lo indecible, abrasándote el vientre sin amor ni llanto. Una mueca: el recuerdo de un algo que ya no tiene sentido. Adivino los moretones en tus ojos, imagino la sangre seca de tus labios, intuyo tus heridas pero el reflejo gris de tu rostro me quiebra como no me quebraron estos cagones. Tu espíritu marchito da la sentencia que tus ojos apagados, fijos en mí, ejecutan sin mirarme. Y enmudezco. Ya no puedo articular palabra. Repaso una y otra y otra y otra vez la escena y por fin la entiendo. Y muero. Pero este lugar tiene esa particularidad, nadie muere hasta que no se lo ha quebrado, hasta que no se le ha arrancado de raíz el espíritu, hasta que no queda reducido a la nada misma, a una sombra.
Los días pasan y las sesiones de tortura se intercalan en un ritmo caótico. Y nada sale de mi boca. Una fina plancha de metal se cuela por debajo de mi uña. Pero de mi cabeza, nada. La bolsa me sofoca, asfixia ardiente que me desvanece. Mi cabeza solo puede pensar en una cosa: tus ojos muertos. Puedo aguantarlos sobre mí, todo el tiempo que mi cuerpo les de, sin decirles nada, sin tirarles una punta acerca de nadie, pero ya no estoy tan seguro.
Estoy volviéndome loco: oigo tu voz. Sí, cada vez con más claridad, entre golpe y golpe; con una dulce melodía apenas perceptible en el ronroneo de la máquina, me dice que estás bien, que resista, que no va a ser para siempre. Suena como cuando con la mejilla en el piso de la cocina de tu casa me dijiste lo mismo, la tarde que nos chuparon. Un bastonazo me parte la oreja en dos y el pedazo que no logra desprenderse pasa a ser el nuevo juego de puntería. Voy a ser fuerte, no voy a decir nada, es la única promesa que puedo cumplir. Y mientras más me pegan más se me endurece la lengua. Pero las tripas me arden y me va a traicionar tarde o temprano. Entonces se me ocurre cantar, para darle algo que hacer a mi cabeza y poder alejarla de estas hienas que me torturan con el mismo entusiasmo y furición con que un chico se come un helado de chocolate, y de tus cuencas vacías. Empiezo bajito, pero, mientras canto, lo que se aleja es el dolor, y mientras más fuerte canto menos duele. Me gustaría decir que les grité a la cara la internacional o que aquí se quedaba la clara, o que di un grito de corazón, pero no. Ojalá. Primero no me escuchan, pero cuando lo hacen, y por un segundo que dura años, se quedan duros, tiesos. Y vuelven al trabajo, con mucha más saña porque odian que no piense en ser un héroe. Me detestan por no querer demostrarles que resisto, que tienen alguien de quien preciarse de haber tirado de un avión, de haberle pegado un tiro, o de cualquier cosa de la que se precien estos idiotas. Te canto a vos, porque sos lo único que me queda. Y grito y los puños se incrustan en mis hijares. Y lloro y la sangre mancha mis mejillas, mi pecho, el piso. Y canto y ellos ríen, y mi canto marca el compás del martillo en mis pies. Y sus voces truenan tu muerte con las melodías más estridentes, pero mi canción eufórica sofoca al destino, lo inventa, lo tuerce. Siento el agua que lame mis pies, lasciva. Y escucho que uno dice que ahora voy a ver: ¡qué pelotudo, si en mis párpados solo está grabada tu cara! ¡Si en mi mente solo estás vos y la melodía que solías cantar abrazándote la panza! Pero la picana te hace caer en una taza de barro, y me gritás y el bebé me grita y todos gritamos pero la canción desaparece por un instante; y vuelvo a entonar tu vuelta a mis brazos. Y la máquina ríe sobre mí, y cada vez más me muerde rabiosa. Y la voz me vuelve al cuello y grito, canto, lloro tu nombre, tu canción, tu amor. Y lo que se aleja ahora es el cuerpo, lo que se queda es el dolor: el dolor de verte pasar por la puerta de mi celda, adivinarte triste, con el vientre vacío como tus ojos; el dolor del beso que nunca te di; el dolor de no haber cumplido mi promesa; de saber que ya todo terminó con mi canción.
Me cargan hasta el pozo y me tiran. Al lado mío hay otros más pero ya no hablan, dijeron todo un rato antes, al compás de la picana. Los veo pero ya ni ocultan la cara, sus ojos están vacíos de vida, ni espectros son. Parecen muñecos, con el gesto tieso y dislocado. En el pozo no hay luz, no hay tiempo, no hay nada. Pero espero. Espero y susurro nuestra canción, bajito pero permanentemente, creo que así dieron conmigo. Es gracioso, no podríamos estar más lejos y sin embargo te veo en todos los segundos, en todas las visiones, y mi canción te acaricia el pelo como solía hacerlo en las peñas de la facultad.
Pasa el tiempo -o paso yo, es imposible saberlo- y mi canturreo incansable traspasa los muros llegando a tus oídos. Y te canto en sueños y llorás. La luz, al ser abierta esta prisión, me llega tibia a los ojos. El aire fresco me da más fuerza para cantar cada vez más seguro: y canto tu nombre sin conocerlo. Ellos que me liberan, lloran al verme en este estado y me llevan a otro lugar, pero solo quiero verte a vos. Y mi canción canta tu nombre sin conocerlo, y venís a mí. Y nos vemos las caras por primera vez: en tu cara fluye la luz como en la de ella, la pureza de tu espíritu inmaculado como el de ella. Te veo en su cara, estás ahí, como lo estuviste estos más de treinta años en mi canción. Estás ahí.