martes, 12 de mayo de 2009

La caja de Gran hermano

La sala de profesores, en el noveno piso: ¿llegó Gran Hermano al JVG
Lo que pasó esta semana

¿Ablativo en "e" o en "i"?

de Hebe Uhart

El profesor Bosset estaba cansado de enseñar latín. No estaba cansado del idioma en sí; había ido a España últimamente y había visto el "alta fagus" mencionado por Propercio, pero tenía setenta años y hacía cuarenta que enseñaba latín. Había un rigor, una contracción al estudio que los estudiantes iban perdiendo progresivamente; pero sobre todo, en los diez últimos años, ha¬bían ocurrido fenómenos nuevos en cuanto al aprendi¬zaje; no sólo los alumnos tenían dificultades en el apren¬dizaje del idioma; eso había sucedido siempre; ahora sucedía que los alumnos creían que un texto latino podía traer cualquier cosa; eso significaba que los alumnos no tenían la menor conciencia histórica y tampoco astucia y sensatez para darse cuenta de qué oraciones puede elegir un autor de textos para uso escolar.

Las frases que debían traducir, al comienzo de los estudios, eran de este tipo:

“Las hijas de los marineros les dan una corona de flo¬res a los hijos de los agricultores”.

“Oh, sierva diligente, prepara la comida para la buena señora”.

“Oh, agricultor, no mates esa paloma con tu flecha”.

En general, hasta aquí, el aprendizaje no presentaba dificultades. La verdad es que comentarios, tampoco. Nadie comentaba nada de las siervas, de los marineros ni de las hijas de los agricultores ¡Quién sabe dónde estarían!

Pero en segundo año había lecturas más amenas.

Una de ellas contaba cómo Flavio emprendió un viaje a la ciudad de Roma y vio todos los hermosos mo¬numentos y las construcciones notables que en ella había. La lectura termina así: “Flavio quedó impresiona¬do por la belleza de la ciudad”. Una alumna, en un exa men, tradujo así: “Toda la ciudad quedó impresionada por la belleza de Flavio”, y en vez de traducir “Flavio miraba todo” ella tradujo: “Todos lo miraban”.

El error más grave de esa alumna no consistía en la equivocación al traducir: consistía en que no tenía la menor noción de lo que puede ir en un libro de latín. Al profesor Bosset le pareció curiosa la traducción y cuando leyó eso dijo en tono histriónico:

–¡Qué curioso! ¡Qué curioso!

Pero a la señorita Danton no le pareció curioso; le pareció abominable. La señorita Danton formaba mesa de examen con el profesor Bosset y con su amiga y cole¬ ga más calificada aún que ella, la señorita Suárez. L a señorita Danton le gritó a la chica y la mandó a sentar; le dijo que no abriera más la boca.

La chica, ahí sentada, parecía que no iba a abrir la boca en su vida.

En cuanto al profesor Bosset, las dos profesoras pensaban que era un hombre abandonado, una especie de excéntrico que echaba por tierra todos los esfuer¬zos que ellas emprendían en pos de la enseñanza del latín. El profesor era director del departamento; él debía, convocar reuniones para el mejoramiento de la enseñanza, pero siempre las postergaba. Durante una semana, la señorita Danton lo corrió por los larguí¬ simos pasillos del colegio para obtener siquiera una reu¬ nión, aunque fuera breve, para plantear algunos proble¬ mas. El profesor Bosset decía:

– Mañana.

Siempre cordial, amable, decía: “Mañana, mi estima¬da señorita”. El le preguntaba a la señorita Danton cómo le había ido de vacaciones y qué tal andaban esos alumnos, como si fueran pícaros que la hacían renegar y a ella ese tono de voz le daba tanta rabia que la dejaba inmovilizada. Solo podía decir: “Quisiera una reunión para...” “¡Ah!” decía el profesor Bosset con entusias¬mo renovado, como si lo hubiera tenido en cuenta pero motivos misteriosos le impidieran hacerlo. Con una son¬risa la decía:

–Mañana.

La señorita Danton iba llena de furia a comentarle a su colega, la profesora Suárez, que el profesor Bosset era un cretino; la señorita Suárez no quería que le comentaran cosas obvias, ella jamás iba a pedirle una reunión al profesor Bosset.

La señorita Danton, llena de ira, anotaba en un cua¬derno todas las promesas incumplidas del profesor Bosset y también otros incumplimientos, como por ejemplo la vez que el profesor no tenía llave del salón de los mapas y la vez que hizo lo incalificable: el profesor Bosset arrancó dos hojas del libro de actas foliado y rubricado y pasó el contenido de esas hojas a otras. Eso fue tan terrible que la señorita Danton no creyó oportuno decirle nada, ni que hizo mal, ni nada. El concepto de las dos respecto del profesor se podía me¬dir por este episodio: antes del hecho sucedido con el libro de actas y después. Este hecho fue tan incalifi¬cable, que motivó el distanciamiento total de las dos. La señorita Danton decía:

–De él se puede esperar cualquier cosa. ´

La señorita Danton era alta y flaca; hubiera sido un caballero buen mozo del siglo XVIII. Recogía su pelo medio canoso con una hebilla y sus facciones eran pro¬minentes y esfumadas a la vez; tenía algo de cabra, algo de ave, sobre todo los ojos que eran brillantes como los de los pajaritos. Pero el pelo semicanoso esfumaba esa nariz y todos los rasgos. La señorita Danton empezó a comentar con otros profesores de latín el colmo que era el profesor Bosset; pero no podía emprender una acción conjunta con ellos porque ellos no eran personas muy consagradas al latín. Algo enseñarían, sí, pero vaya a saber qué nebulosas enseñaban.

De modo que la única colega a la que le tenía confianza era a la señorita Suárez, su amiga. Pero la señorita Suárez era una persona que había aprendido a no pedir peras al olmo; además sabía actuar sola en el momento preciso. Cuando la señorita Danton habló pestes del profesor Bosset delante de los otros profesorcitos de latín, uno de ellos dijo:

–Una, vez que tomé examen con él, le dijo a un alumno:

“Un ablativo en `e´ o en `i´

después de veinte años no nos importa

ni a ti ni a mí”

– ¡Qué increíble! –dijo la señorita Danton y ella tenía ganas de hacer un petitorio a las autori dades; porque se empieza confundiendo un ablativo, después se sigue con el mal uso del acusativo, ni qué hablar de la confusión que se puede armar con los fal¬sos imparisílabos. Nunca se atrevió “él” a decir seme¬jante cosa delante de “ellas”.

Ya se acercaba la fecha de exámenes. La señorita Danton y la señorita Suárez debían formar mesa examinadora con el profesor Bosset. Debían ser cuidado¬sas en el trato con él porque iban a presentar una queja a las autoridades. Era un día de otoño, de vientito fresco, de esos que predispone a buenos pensamientos e intenciones. Después de hablar largamente sobre el profesor Bosset, la señorita Danton, con voz de duda y como quien no quiere la cosa, le dijo a la señorita Suárez:

–¿No tendrá problemas en su casa?

La señorita Suárez sonrió sin decir nada. Esa sonrisa quería decir “no seas ingenua”.

Había en general dos teorías respecto de los pro¬blemas en la casa: una, que los problemas de la casa no se trasladan a la escuela, y otra, que el hombre es un continuum, una totalidad y por lo tanto no puede ser di¬vidido en compartimentos estancos. Y por último esta¬ban los súcubos e íncubos que no tenían casa o si la tenían, a eso no se le podía llamar casa, o tampoco tenían familia y si la tenían, a eso no se le podía llamar familia.

Y esta vez solo había tres alumnos para examinar.

–¡Tres nada más! ¡Han mandado tres nada más! –dijo la señorita Danton–. ¿Vos no mandaste?

–Sí –dijo la señorita Suárez–. Mandé estos tres. Fue una división muy capaz.

–Entonces –dijo la señorita Danton–, “él” no mandó a nadie.

Justo apareció “él”.

–Buen día, queridas señoritas. ¿Cómo han pasado las vacaciones?

–Buen día, profesor. ¿No hay ningún alumno suyo, verdad?

– No señorita, este año han trabajado maravillosamen te, si usted viera...

–Perfecto –dijo la señorita Suárez–. Eso queríamos saber. Y se pusieron a hacer las planillas. –Fui a España –dijo el profesor Bosset–. Y vi la “alta fagus”. Y recitó: “Alta fagumque,descendit submare trans oris Cuspide nuda, albis capellis". La señorita Danton se concentró en su planilla y en¬ rojeció; no levantó la vista. La señorita Suárez le dijo: –¡Qué bien! Siéntese, profesor. El se sentó, siempre animoso y pasó el primer alum¬no a examinar. Era una alumna, Marisa Gamora. Marisa parecía

despierta, sin pasarse de viva y parecía eficaz. Era una chica a la que uno instintivamente hubiera enviado a buscar un mapa entre muchos, y seguro lo traía. Además había algo de neto, limpio, en su aspecto y per¬sona: no despertaba ningún sentimiento profundo ni conflictivo; ni protección, ni bronca ni pena. Era una alumna confortable. Marisa empezó a declinar correc¬tamente, dijo los verbos con modosura, equivocándose por supuesto muy de vez en cuando en el acento de alguno y rectificando diligentemente ella misma cuando la profesora la corregía. Su traducción no era brillante, pero no había puesto ningún disparate.

La señorita Danton le dijo: –¿Y por qué te fuiste a examen? En primer año eras muy buena alumna. Marisa esbozó una sonrisita de circunstancia, agradable, como que ella no sabía y se mantuvo reticente y amable. El

profesor Bosset había adquirido una nueva costumbre: cuando Marisa decía un tiempo de verbo, al terminar, él decía: –¡Pero muy bien! ¡Pero muy bien! –Y cuando Marisa declinó “El buen cónsul” en singu lar y plural, el profesor Bosset volvió a repetir: –¡Pero vean qué bien! Como si se tratara de algo asombroso. La señorita Danton le echó una mirada terrible y él salió a ver si encontraba en otra aula de examen a un viejo colega que

había estado enfermo. Cuando él se fue, la señorita Danton le dijo a la señorita Suárez: –Marisa tuvo problemas en la casa. La madre es una loca. Por el tono de voz con que había dicho “loca”, la señorita Suárez sabía de qué locura se trataba. No era loca de la

cabeza, sino de otro lado. El segundo alumno era Martín Pertierra. De aspecto tranquilo, muy lindo chico. Un poquito sobrealimentado. Era demasiado lindo; iba a tener que demostrar que ha¬bía prestado tanta atención al latín como al jopo, por lo menos. El tradujo bien la fábula “La mosca vanido¬sa”. La mosca vanidosa se posaba en todos lados; ora en la cabeza de un pelado, ora en el altar de los dioses, ora en la mesa de los grandes festines. Se sentía dueña de todo y se lucía delante de la hormiga y la hormiga le dijo: “Yo soy dueña de lo mío, en cambio tú eres sierva porque te echan a servilletazos”. Entonces la mos¬ca vanidosa se mareó de tristeza y fue a caer a una va¬sija llena de merda. Martín tradujo todo bien, pero erró en el lugar donde cayó la mosca. Erró porque pensó que eso no correspondía a una versión latina. Entonces puso que la mosca cayó en una vasija de cobre. Por suer¬te y con ayuda de la señorita Suárez, se dio cuenta de dónde cayó la mosca, Dios lo ayudó, porque ya le estaban preguntando cómo buscaba él en el diccionario; y a cierta altura, la Srta.

Danton empezó a pensar que el pelo de Martín estaba demasiado bien lavado y tenía unos reflejos dorados dentro del rubio, bien, podría ser del sol o de la playa. Cuando volvió el profesor Bosset de su visita, la Srta. Danton le dijo: –Profesor, tradujo bien “La mosca vanidosa” y declinó “La abeja diligente”. Lo aprobamos. –Señoritas –dijo–, no tengo nada que decir. Todo está en buenas manos.

El profesor Bosset se sentó; vino el cafetero y trajo café para todos. Y después del café vino el tercer alumno, Serafín Piana. –Acá estás mal anotado –dijo la Srta. Danton cote¬jando la lista con el documento, como si Serafín hubiera hecho la lista. –Acá dice Plana. –Es Piana –dijo Serafín con una voz que estaba cam¬biando.

Todos sabemos lo que es un cambio de voz en los adolescentes, pero esta voz estaba en carne viva. Cuando dijo Piana, sonrió con una risa abierta, confiada en la bondad humana y como era muy flaquito, los dientes parecían grandes y un poquito salidos. Tenía un tórax muy estrecho y el pecho poco desarrollado, y una acti¬tud tan tensa y expectante, que parecía que el desarrollo de su pecho dependía de él. Había tratado de dar la me¬jor impresión posible, y eso se veía en su pelo y en su saco. Se había cortado muy corto el pelo, según las nor¬mas del colegio, pero como era un cabello de rulitos tomados, tenía zonas de la cabeza que recordaban un monte devastado. El saco azul estaba recientemente lavado, pero tan lavado, que había virado a un violeta-¬lila. Uno se imaginaba, al ver ese saco de ese color y esa sonrisa tan confiada, dos cosas: o que Serafín había estado bajo la lluvia dos días seguidos, o que se había arrojado alegremente dentro de una gran fuente de ensalada de fruta, por ejemplo, para después tomarse el trabajo de limpiar el saco, posiblemente él, pero con¬tento, porque su placer se lo dio, con los resultados a la vista.

Parado frente a la mesa, miraba confiadamente, mien¬tras se retorcía las manos apoyándolas sobre el escritorio.

–Deje las manos en paz –dijo la Srta. Danton.

Apoyó entonces sus largas manos huesudas entre¬ lazándolas y miró mansamente, esperando.

–Decline “La cigüeña veloz”.

–¿Cómo se dice “cigüeña”, por favor? Yo falté el día que enseñaron eso.

“Faltó” –pensó la Srta. Danton.– “Seguro que para hacer alguna incoherencia o estupidez”.

Empezó a declinar bien, porque había estudiado mucho. El profesor Bosset, siguiendo la moda que ha¬ bía adquirido últimamente, le decía:

– ¡Pero, querido amigo, muy bien, muy bien! Como si esos conocimientos fueran asombrosos, Serafín apoyaba sus ojos en los del profesor. Cuando llegó al ablativo, se equivocó. Acá es preciso hacer una digresión. Acertar con un ablativo o acentuar debida¬ mente una palabra en latín tiene que ver con los cono cimientos teóricos, pero además con los buenos y sensatos pálpitos. Y los pálpitos

sensatos conducen en la vida a soluciones correctas y ponderadas de los problemas. Serafín seguía mirando con sus ojos bondadosos; lo miró al viejo profesor y éste dijo: –Querido amiguito: Un ablativo en "e" o en "i" después de veinte años no nos importa ni a ti ni a mí. ¡Para qué lo habrá dicho! Sérafín se rió, pero su risa era un poco descontrolada, sus ojos reían y miraba al viejo con

alegría de carenciado. La señorita Danton se puso roja; no podía hablar. Entonces empezó a preguntar con toda calma la

señorita Suárez. La señorita Suárez empezó a meterlo en honduras. Cuando el profosor Bosset vio que le preguntaban el verbo fere, fes, ferre, tuli, latum, dijo:

–Disculpen, señoritas, debo ir a secretaría. Se fue a tomar un poco de aire porque hacía mucho calor. Cuando Serafín vio que el viejo profesor se iba, lo siguió con la mirada hasta la puerta y se desconcentró de su objetivo: el verbo fero, fes, ferre, tuli, latum. Ese verbo es absolutamente

caprichoso e irregular, pero de un modo singular; dentro de lo caprichoso, tiene una perfecta coherencia. Serafín recordó que era irregular y sonrió con alivio, como si ya estuviera todo dicho; dijo:

–Es irregular. El pensaba que ese verbo, con ese enunciado tan volandero, era una curiosidad lingüística, algo absolutamente incontrolable.

–Conjúgalo –dijo la señorita Suárez en tono suave y alentador.

El no dijo nada. Se quedó quieto, callado y los ojos se le humedecieron apenas. Ejércitos de personas sabían conjugar el verbo fero, él no. Volvió el profesor Bosset, y Serafín lo miró con una última esperanza. Pero la señorita Danton comunicó: –No sabe los verbos irregulares. No podemos permitir que pasen sin saber los verbos irregulares. El profesor Bosset dijo rápidamente: –Ah, no, no, no, estoy de acuerdo con usted, señorita, no, no, no, no. Esto lo dijo en ese tono histriónico que últimamente solía usar. Entonces Serafín aprendió, además de que el verbo fero

se conjuga pese a ser irregular; aprendió que él era un desdichado, una especie de hoja en la tormenta. Lo aplazaron. El profesor Bosset se jubiló y lee a Hora¬cio debajo de la parra mientras mira de tanto en tanto el hormiguero. En cuanto a las señoritas, siguen enseñando latín.


5 comentarios:

B3L3NI@ dijo...

gracias, condi, por hacernos conocer este cuentico

Anónimo dijo...

"¡llena de ira!", qué bien que estuvo, clásico latino

Trev dijo...

demasiado largo muchachos...no te lo lee nadie...pero estuvo buien...me hace acordar a algo...

TreV dijo...

la caja de gran hermano es muy fuerte dios mio y la virgen santa

B3L3NI@ dijo...

sí, es larguísimo pero casi nadie te lo lee. los que sí lo hacen no se privan de leer un cuento casi biográfico, con demasiada realidad...